lunes, 3 de noviembre de 2008

La visión argentina de la Guerra de la Triple Alianza


La Guerra de la Triple Alianza, a casi 150 años de distancia, todavía enciende toda suerte de pasiones. Sigue siendo un tema candente.

Bastaría una visita al Paraguay para comprobar hasta qué punto una contienda de hace casi un siglo y medio sigue viva en sus monumentos, en los nombres de sus calles, en las conversaciones de sus gentes y en los temas de sus publicaciones. Lo mismo ocurre en mi país adoptivo, Argentina. Allí también sigue siendo una herida abierta. Hay una frase del presidente Domingo Faustino Sarmiento, expresada en mayo de 1869, que sigue vivo en el subconsciente colectivo argentino: “La guerra del Paraguay concluye por la simple razón de que matamos a todos los paraguayos mayores de diez años”. Hay en la Argentina un sentimiento de culpa por lo que se le hizo al pueblo paraguayo. La inmensa mayoría de los argentinos opina que aquella guerra fue el más funesto error histórico, tal vez la mayor calamidad de la nacionalidad argentina. Este sentimiento de culpa no es nada nuevo. Nació cuando la guerra aún no había terminado. Tanto es así que el político y escritor José Hernández, autor del Martín Fierro, obra cumbre de la literatura argentina, sentenció ese mismo año 1869: “La sangre del Paraguay ha de brillar siempre en nuestra frente como una marca siniestra”.

Que la nueva generación de argentinos es tan sensible a la Guerra de la Triple Alianza como sus abuelos lo ha comprobado, por experiencia personal, el académico brasileño Francisco Doratioto. En el 2005, este colega fue a Buenos Aires a presentar su libro La maldita guerra. Los argentinos y la colectividad paraguaya estaban de acuerdo con él en el sentido de que aquella guerra que enfrentó a Brasil, Argentina y Uruguay contra el Paraguay fue, efectivamente, una “maldita guerra”. Pero tanto argentinos como paraguayos consideran inaceptable la tesis de Doratioto de que el imperio británico fue inocente de culpa en relación a dicha contienda. En un país como la Argentina, para cuyos pobladores la participación intelectual de Inglaterra en la Guerra de la Triple Alianza está fuera de toda discusión, que alguien vaya a decir lo contrario es, cuando menos, una actitud temeraria. Así que se armó una manifestación que marchó hacia el lugar donde el doctor Doratioto presentaba su libro. Menos mal que los manifestantes llegaron cuando el acto ya había concluido. El diario “Clarín” de Buenos Aires informó sobre aquel episodio con este título: “La sangre de la guerra del Paraguay llegó a Buenos Aires”.

Ese episodio de Buenos Aires, del que Doratioto fue involuntario protagonista, debe tomarse como una de las tantas confirmaciones de lo que señalo: a siglo y medio de distancia la Guerra de la Triple Alianza sigue siendo una cuestión propicia para la polémica y las opiniones divididas. Los ecos de la división de opiniones sobre la llamada Guerra del Paraguay llegan, incluso, a Europa. Así, en una revista de París, Francia, apareció en el 2006 un artículo firmado por Mar Langa Pizarro. Uno de los párrafos de dicho artículo consignaba: “El propósito declarado de Vidal Mario en Alianza para la muerte es rebatir la tesis que Francisco Doratioto expone en el ensayo Maldita Guerra”.

Una mancha en el alma de América
La Guerra de la Triple Alianza sigue siendo una mancha en el alma de América y los responsables de esa tragedia están identificados. Son: el emperador del Brasil, don Pedro II; el presidente argentino Bartolomé Mitre y el imperio británico.

Vengo de un país donde se sostiene que la primera y principal causa de aquella “maldita guerra”, como diría Doratioto, fue la política expansionista del Brasil, sumado a la repulsión personal que don Pedro II sentía hacia la persona del presidente paraguayo. Desde 1855 existían cuestiones de límites y de navegación entre el Paraguay y el Brasil. El imperio tenía miedo de que el creciente poderío económico paraguayo taponara las comunicaciones de la extensa provincia de Matto Grosso con el resto del mundo. Brasil ya había sufrido una humillación frente a Inglaterra en la cuestión Christie; otra humillación frente a los Estados Unidos en el incidente de Bahía y aún frente al pequeño y anarquizado Uruguay. Resulta que ahora también aparecía el Paraguay cazando al barco mercante brasileño Marquéz de Olinda en represalia por la invasión brasileña al Uruguay. Esto último ya era demasiado para el orgullo del imperio. Y el imperio consideró entonces que había llegado la hora de hacer una guerra aplastantemente victoriosa para dejar sentado ante todos los países sudamericanos que nadie podía, impunemente, ofender la honra del Brasil.

Quien más enérgicamente sostenía esta posición era, justamente, don Pedro II. Para él había sonado la hora de la guerra no sólo por la honra de Brasil, sino también, y muy especialmente, por la honra de la Corona.

Los agravios inferidos por el Paraguay con la captura del Marqués de Olinda eran el colmo de otro bochorno que Pedro II había recibido anteriormente del presidente paraguayo: una pretensión de López de desposar con la hija del monarca había sido recibida como terrible ofensa. López, para el Emperador, tipificaba la barbarie de los caudillos hispanoamericanos, de modo tal que su intención de introducirse en la familia real implicaba la osadía de rebajar a la Corona al nivel de una tribu guaraní.

Fue desde ese momento que lo que era cuestión internacional, de Imperio a República, se convirtió de persona a persona. Era esta situación que a criterio de don Pedro II solamente cabía definir por un extremo: la eliminación del hombre que había querido manchar el lustre de la púrpura imperial. Había que hacer la guerra y llevarla hasta un final que no podía ser otro que la destrucción de Francisco Solano López, o la extirpación de su poder o su expulsión del Paraguay. Don Pedro II quería que López desapareciera de la escena, y para siempre.

El otro gran responsable de la Guerra de la Triple Alianza, la más sangrienta y bárbara que jamás se libró en el continente americano, fue el presidente argentino Bartolomé Mitre. Este hombre, que se calificaba a sí mismo como el noble campeón de la causa liberal en Sudamérica, consideraba que López simbolizaba un mundo retrógrado de costumbres arcaicas. Firmó con el emperador Pedro II y con Venancio Flores (el presidente títere que ellos mismos instalaron en Uruguay) un tristemente célebre tratado secreto que cinco años después terminaría reduciendo al Paraguay en un fantasma de nación. Es conocida en la Argentina una caricatura de aquellos tiempos mostrando al emperador Pedro II en un carro imperial empujado por un burro con la cara de Mitre. La leyenda dice: “Mitre: asno del Brasil”, una frase que le pertenecía a Juan Bautista Alberdi.

Para fomentar la guerra contra el Paraguay Mitre fundó el periódico “La Nación”, que hoy sigue siendo uno de los periódicos más importantes de la Argentina. Dicho diario comenzó a lanzar sangrientas burlas y despiadados ataques, no sólo contra el gobierno del Paraguay, sino también contra la persona de su presidente, ridiculizándolos en todos los tonos posibles. Al presidente López lo tildaban de “degradado”, “papagayo”, “miserable opresor”, “Atila de las Américas”, “bárbaro habitante de los bosques”, entre otros términos impiadosos. Mitre, que le debía grandes favores políticos a López, quería instalar en los argentinos y en los europeos la idea de que el Paraguay era un bárbaro escondite manejado por un loco que se creía Napoleón, un delirante que quería lanzarse sobre los pueblos vecinos.

Cierto día Mitre escribe en su diario: “La República Argentina está en el imprescindible deber de formar alianza con el Brasil a fin de derribar esa abominable dictadura de López y abrir al comercio del mundo esa espléndida región que posee”. Conmueve la honestidad del presidente argentino: revelaba que la verdadera intención de la Alianza no era acabar con la “amenaza paraguaya” de la que tanto se hablaba, sino de abrir el rico mercado paraguayo “al comercio del mundo”, especialmente el inglés.

Los que no hicieron nada para evitar la guerra
El tercer condimento de responsabilidad de aquella trágica guerra lo encontramos en las potencias europeas, que nada hicieron para evitar la guerra. Nadie se levantó entre el Brasil y el Paraguay para hacer oír su voz a favor de la conciliación y del arreglo amistoso. Ningún país, europeo o americano, ofreció su mediación o buenos oficios. Nadie se interpuso entre Brasil y Paraguay; nadie propició alguna conferencia internacional donde se analizara la grave situación creada en el Río de la Plata y se propiciaran soluciones. Estaban frente a frente el Paraguay y el Brasil. Se sabía que la invasión del Uruguay por parte del imperio era la guerra con Paraguay. Y cuando el Brasil invadió al Uruguay nadie intermedió para evitar que a los hechos de Brasil el Paraguay respondiera también con los hechos.

De todas las naciones responsables de no hacer nada para evitar la guerra, o pararla una vez iniciada, la principal fue Inglaterra, la gran potencia mundial de la época. El imperio británico, por el gran prestigio militar, económico y político que gozaba en América del Sur se bastaba por sí solo para obligar a los beligerantes a hacer la paz. Jamás hizo una gestión oficial en tal sentido. Se limitó a mandar a un tal G. Z. Gould al Paraguay con el encargo de traerse a los súbditos británicos que quisieran abandonar el territorio paraguayo. Inglaterra, que quería que López desapareciera de la escena, simplemente dejó que el Paraguay se incendiara. De haberlo deseado, Inglaterra podía haber evitado la guerra. Brasil y Paraguay nunca habrían osado oponerse a un deseo de la reina de los mares.

El papel del historiador en la historia
Quisiera hacer una última reflexión, ahora sobre el valor de la historia. ¿Por qué cuento la historia de una guerra en este libro, Alianza para la muerte? ¿Por qué lo hace Doratioto en La Maldita Guerra? ¿O Julio José Chiavenatto en su libro Genocidio Americano? Que los historiadores contemos la historia de la Guerra de la Triple Alianza obedece únicamente a que esa es la tarea del escritor: acercar la historia a la gente. Los historiadores no rescatamos sucesos del ayer con la intención de fomentar el odio entre los grupos, entre las razas o entre las naciones. Lo hacemos simplemente porque la historia sirve para no repetir errores del pasado y porque hay cosas que no debemos olvidar. Es necesario recordar el pasado para no repetir los mismos errores, en el presente o en el futuro.

Los historiadores no cometemos el pecado de escarbar en heridas del pasado. Como acertadamente lo señalara el historiador norteamericano Kenneth Clark: “Tenemos que aprender de la historia. Las lecciones que aprendemos del pasado son muy importantes para pensar en el futuro”. Quisiera, por ello, terminar con esta frase del poeta inglés Samuel Coleridge: “Si los seres humanos aprendiéramos de la historia, ¡cuántas lecciones extraeríamos!”.

Vidal Mario*
*Escritor y periodista paraguayo-argentino, autor, entre otros libros, de Alianza para la muerte.